viernes, 28 de noviembre de 2014

14N

Desperté pronto, sin haberme programado nada. No tenía reloj de ningún tipo. Junto a mi litera de arriba, las cortinas levemente encendidas. Abrí un resquicio de ventana y respiré, abriéndose paso a través del caldeado ámbito con olor humano, las primicias de perfume que la fresca mañana sólo a mí ofrecía. Tras ponerme los calcetines, salté al piso eludiendo la escalerita de niños. Un aterrizaje muy amortiguado, contemplé el conjunto de lechos con sentimiento paternal al erguirme; no quería alterar su sueño con ningún ruido. Un cuarto comunal para dieciséis personas. Doce euros la noche incluyendo el impuesto para extranjeros. Tenía la vergüenza de incluir desayuno. Cuestión de cebarse para no tener que pagar por nada más en todo el día y ahorrarse dinero en comidas. Al llegar al bufete con todo preparado, me enteré por una chica de la limpieza de que no abría hasta las ocho; no se podía tocar nada. Metí zarpazo al dispensador de copos de trigo azucarado clandestinamente. Al volverse la mujer por el crujido al masticar, le guiñé un ojo desentendiéndome. No debía faltar demasiado para que fuese hora, pero no quería esperarme. Al pasar por recepción vi mi imagen en tiempo real en el monitor ladeado tras el parapeto. Desde ese ángulo parecía un demacrado asaltante de licorería estadounidense. Ya me había topado con aparatosas cámaras en el pasillo, incluso frente a los servicios. Barcelona está masivamente monitorizada, como cualquier gran urbe de la UE, tanto su espacio público como el privado. Una de las causas que posibilita tantas detenciones los días posteriores a las manifestaciones. Pensando en ello salí a la calle, a la aventura, en día de Huelga General.
A pesar de tener veintiséis años y llevar cuatro desempleado, era la primera vez que acudía a una. Lo hacía desde mi pueblo. Habiendo elegido para ello una ciudad de peso —no fue la capital por cuestión del precio del trasporte—. Venía en busca de algo que me sacase del mortífero tedio de mi encierro, también del sustrato empírico de que tiene necesidad el esteta como paliación a la esterilidad, sobre todo por la necesidad que reclama mi ser social de no ser sólo yo, de formar parte de algo humano, sustancial.
Unos parquecitos reducidos tras altas verjas, la nave de un mercado tradicional asomando sobre un muro. Tiré hacia donde me orientaba que debía quedar el centro.    La alborada, claridad de un acastillado asfalto de bloques y cielo grises unidos en las alturas. A poco de marcha di un tropiezo, se me había desprendido hasta la mitad la suela de la zapatilla. No estoy desayunado; era empezar con mal pie. Me puse a buscar un comercio tipo droguería para comprar pegamento. Todos los comercios permanecían cerrados, tras rejas, las persianas tendidas, como en un Jueves Santo o en algo de día santo. Ni se me pasaba por la cabeza que, en ese día extraordinario, tratándose de la segunda capital obrera del país, pudiesen estar los sitios cerrados. Lo ignoraba cándidamente, como tantos otros factores. No pensaba. De este modo andaba buscando la tienda que necesitaba.
Poco tráfico en las carreteras. La hojarasca otoñal se desplazaba en montones laminados sobre la amplia calzada. ¿Dónde estaría la gente? Reinaba una inmovilidad anormal en las cosas. Dábase como una congelación del flujo metropolitano, que sentía pese a no conocer el estado habitual. Así se mostraban algunas fachadas de céntricos comercios, con bancos de papelitos dispersos como confeti a sus pies, en riego de escaleras y aceras, asentados de una jornada pasada, anunciando: 14N, Vaga General. Frescos cual herida abierta, lucían sin embargo los esmaltes de aerosol adheridos a sus escaparates, suspendidos en la negra boca del ámbito a oscuras de electricidad, manifestando su vigencia con el resaltante escarlata de sus números: lugar y la hora exacta de las concentraciones (“14N”. La manifestació es a la “plaça X” a les “06:30 hores”); emitiendo sentencias condenatorias contra el Sistema sobre la apagada piedra (capitalisme es terrorisme); a modo de indicación a las puerta de una sucursal (la bola de demolició, just aquí) a lo que se añadía la señal de una cruz. Y se trataba de zonas cualquiera, ni mucho menos de las más concurridas. La A circulada anarquista se dejaba ver en algún margen, rojos y negros. No significaba nada, cualquiera podía pintarla: un revienta-manifestaciones de la policía, yo mismo…
Tirando cada vez por calles menores, terminé por encontrar un supermercado abierto. Busque por los pasillos adhesivo instantáneo. Su luz artificial radiaba en contraste con la grisez atmosférica. Al volver a la caja encontré a un niño de ascendencia magrebí pagando una caja de tiritas o esparadrapo con un puñado de céntimos oxidados. La dependienta las contó sacándolos del montoncito como un ábaco. En el altillo de un portal, me dispuse a arreglar la suela utilizando la bolsa de plástico como manopla para no pegarme los dedos.
Tras un rato largo andado, vagando por una zona que creía excéntrica de la ciudad pero que sólo lo era de la ciutat vella, un anticipado helicóptero de algún cuerpo de las Fuerzas de Seguridad del Estado sobrevolaba trazando la curva de un amplio círculo, en patrullaje de las zonas preestablecidas de conflicto. Reapareció entre las arcadas arbóreas del paseo de una rambla. Pasaba tanto que daba la sensación de que me seguía.
    Los edificios crecían en altura, se acumulaban hacia donde iba. Aunque sabía que eso era equívoco, creía por ello estar dirigiéndome al centro. Colgando del alfeizar de muchas ventanas y balcones, podían verse numerosas banderas nacionales catalanas, la estelada primaba, su variación con la estrella roja. Muy poca senyera. Me habían chocado entrando a la ciudad, pareciéndome hacerlo en otro país, un ambiente desconocido. Rompiendo su monotonía más adelante, un chico cruzó por un paso de peatones envuelto por la tricolor republicana: el morado que su juventud potenciaba aportaba neutralidad, calma. Miraba sin ver de lo vivo que estaba, cerval.
Aboqué a una anchísima avenida supercomercial y tiré por un extremo, dejando atrás una rotonda tan grande que se le adaptaba en semicírculo la fachada del hotel en la manzana colindante. Debía ser la única calle que conocía por planos de la ciudad, la que va de parte a parte oblicuamente, quizá no. En un espacio entre las piezas separadoras de hormigón, que delimitaban una mediana divisora de las carreteras, había una agrupación llamativa de personas, con gente llegando. Portaban banderas del sindicalismo subvencionado, algunas con sus siglas  en medio de los colores catalanes. Un piquete. Me metí en él magnetizado por su masa, como otros.
Lo componían sobre todo personas de mediana edad, en su gran mayoría del tipo de funcionarios: mujeres algo emperifolladas, otras con cómoda ropa deportiva; hombres de brazos cruzados a la espalda, rostros plácidos, regordetes, las camisas por dentro del pantalón vaquero, como en una marcha de excursión. Escasa representación de jóvenes. Un chico con deficiencia mental iba repartiendo pegatinas y panfletos entre los manifestantes. Me dejé pegar una del sindicato en el pecho cuando lo insinuó con timidez para no herirle. Ya enfrente mismo había comercios abiertos en desafiante oposición a secundar la Huelga. Tras el reluciente acristalado de una cafetería de lujo, en primera fila, con actitudes que llegaban incluso a lo burlesco, sus empleados sonreían entre los clientes; estos, sin dejar de tomar café y mordisquear pastas, contemplaban con arqueo de cejas el quehacer de la rara clase de seres del exterior que éramos nosotros como a través de un cristal de acuario, con la certidumbre de saberse aislados, a cubierto de un escudo invulnerable.
En cuanto nos pusimos en marcha, empleados y dueños de negocio, lejos de cambiar de actitud, acentuaron su carácter sarcástico. Murmuraban, silbaban como ante la comedia de un perro que se sabe no muerde y, aunque afluyésemos en tropel para que cerrasen las puertas, aporreando hasta conseguir que tendiesen las persianas, las reabrían después ominosamente a poco que hubiésemos pasado de largo, arrancando las pegatinas con facilidad y tirándolas al suelo entre insultantes risas, pues estas eran de las que se pueden sacar de una pieza sin dejar resto en la superficie. Lo más sorprendente era que se atreviesen a tanto sin haber presencia policial. Actuábamos, sí, pero como réplica de un papel que se representa, con un deje simbólico. Las mujeres reían sofocándose en cuanto se veían llevar demasiado lejos por su fingida indignación, era humillante.
    Más adelante, nos encontrábamos al final de aquella misma avenida, cortando el tráfico de dos vías de acceso a una importante rotonda. Deteníamos los vehículos que llegaban a ella por la única entrada posible y les ordenábamos que diesen la vuelta, discutiendo con los más osados y estúpidos hasta que obedecían. En un momento de relajación increíble, con total falta de guardia y pasotismo por parte de la gente, un coche se puso a atravesar entre la disgregada concentración sin que nadie lo detuviese. Salí a cortarle el paso indignado y le indique que por allí no iba a pasar con el dedo. Era un hombre, en el asiendo del copiloto una chica muy joven. De súbito, se me echó encima con un brusco un acelerón. Creo que apoyé las manos en el morro, pero esto no impidió que el parachoques me diera en las piernas. Quedé instantáneamente aturdido por la sorpresa, sin poder reaccionar; un grupo masivo nos envolvió y se puso a zarandearlo, palmearlo, al tiempo que a mí me encendía la rabia y le lanzaba sobre el parabrisas lo único que tenía a mano: el panfleto arrugado del sindicato. Retrocedió y se fue. Fingí impasibilidad, templanza entre los demás, esperando a que el entorno se normalizase. Más allá, el un ramal copado por nosotros, hubo un choque con los dueños ultraderechistas de un restaurante de Wok. Paseándome por aquella zona, en la que llevábamos ya rato establecidos, entré de pasada en el sonsonete que intercambiaban dos tipos. No le prestaba atención, sólo a retazos, aborrecía su actitud de abuelos pasando el rato. No podía asimilar el chuleo del tipo del coche haciendo que me atropellaba. Uno, de pelo cano, líder del piquete, hablaba soltando la mirada avenida abajo, manos a la espalda. Asumía con su discurso algo así como que ya no le tocaba luchar. Había aludido a lo sucedido a mi hacía mementos diciendo que hace poco habían atropellado impunemente a una chica en ese mismo cruce, en iguales circunstancias, por lo que tenía parada la oreja. En cuanto a lo que a él respectaba, y que vi como la representación de todos los grandes subvencionados, daba por finiquitado el flojo acto del día de entonces. Concluyó: —A ver qué hacen esta noche los anarquistas—. Entonces evoqué la hora en números rojos en los cristales de la boutique. Seguí aún con ellos durante un largo trecho de recorrido, cuando, de repente, no puede más, me desprendí de la masa y partí. Desde un portal cercano los vi pasar, su arrastrada cola de rezagados.
Posteriormente, vagué durante largas horas sin encontrarme otra cosa que actos oficiales decepcionantes, rebaños amaestrados, saltos por el aro. Al declinar el día hubo algunos brillos de altercados, desfiles de banderas con la republicana, comunista, feminista… Sobre una explanada frente a un gran centro comercial, portadas por sus correspondientes escuadras marchando a paso marcial, los segundos autodefiniéndose como marxista-leninistas en gritada consigna. Por ellas recordé las palabras del viejo y la hora de la cita en la plaça, que había olvidado por completo. ¿De verdad podían ser anarquistas? Tenía entendido que, tras la dictadura, la policía secreta y la inoculación sistemática de la heroína en los Ateneos terminó de exterminarlos, como sucediera con tantos otros grupos de izquierda por todo el país. Esa inherente permeabilidad estructural tan susceptible a la infiltración y deshacieminto. A medida que me adentraba en la avenida en cuestión, las pintadas de denuncia en comercios iban nutriéndose más y más, apareciendo por doquier. No quedaban libres de ellas ni las fachadas de franquicias del más alto lujo, rayadas en los cristales, a lo largo mármoles importados; políticos supuestamente independentistas, cuyos eslóganes preelectorales plagaban las superficies; ni siquiera los ídolos futbolísticos del equipo enseña, condenándose de modo implacable la venta de su imagen a entidades bancarias, seguros, en paradas de autobús; lo mismo que intelectuales burgueses a saldo. La concentración de la plaza X copaba el lugar y continuaba expandiéndose por calles, parques y todo espacio público a que alcanzara la vista, en un tumulto tan grande como no he vuelto a ver. Alrededor de una fuente, ancianos, chavales, padres que habían acudido acompañados de sus hijos ultimaban el eslogan de las pancartas respirando fraternidad. Ya acumulaba panfletos de ocho organizaciones distintas. Cuando comenzó la marcha estaba sentado sobre el césped, me enganché al pasar las banderas anarquistas. Durante el recorrido me percaté de algo que ya me había inquietado durante un reconocimiento anterior. Entonces me topé en un extremo de la rambla con una línea policial que impedía que cualquiera accediese o dejase el área de la manifestación, donde se pedían documentos. Y esto no era sólo allí, en todas las vías de comunicación donde fui tanteando había luces azules de furgones antidisturbios apostados y vallas. Ahora me encontraba que esto se daba a lo largo de todo el recorrido. Llevaba decenas de furgones contados, tan identificables en la noche por sus luces azules. Tenía la sensación de que se nos encarrilaba como por los pasillos de un matadero. Atrajo mi mirada un foco lateral hacia el que se fijaba la gente. Vi lo que pasaba como a través de un velo. A la luz difusa del portal de una sucursal bancaria, unos jóvenes encapuchados se movían veloces terminando pintadas a espray sobre cristales recién impactados por piedras, detonando algún petardo en nuboso humo; uno se levantó en pasamontañas para lanzar un copioso escupitajo a un cajero automático, agitando lateralmente el cuerpo sobre el eje de sus hombros en una pose muy teatral, como actuando para quienes le mirábamos. Me sentía confuso; no es que me pareciera mal lo que hacían, era que no sabía si eran antisistema o infiltrados de la secreta. Esto pasaba con cada sucursal con que nos topábamos en el recorrido. Avocamos de repente a un espacio de encrucijada donde nos encontramos y unimos con otro frente de manifestación, las pancartas se disolvieron y las gentes se mezclaron, se abrazaron. Así quedaron definidos dos frentes, dando lugar a un redil. A un lado un paramento negro de mossos respaldados por sus vehículos; al otro, en oposición, el recién formado frente del pueblo, compuesto por gente joven, muy joven, junto al edificio de algún tipo de sede oficial de empleo donde se habían dado cita. Pero había otro grupo. Tras un refugio que hacía en la acera una fila de grandes macetones con arbustos, en una tierra de nadie entre pueblo y las Fuerzas de Represión, un montón de fotógrafos de prensa se acobijaba. Blandían sus caros aparatos prestos a registrar cualquier altercado, con aire de elementos neutrales, ajenos a cualquier posicionamiento de parte de un bando u otro, algo atemorizados. Uno salió del parapeto para una mejor toma del frente de los mossos y fue amonestado por una compañera de profesión, que le advertía de que si cargaban se lo llevarían por delante por mucho brazalete de prensa que llevase. Otro, de pie sobre una maceta de hierro, se expresaba con actitud cínica frente a un recién llegado, asegurando que estaba todo pactado, que los sindicatos habían pasado a la policía las rutas a seguir, como de costumbre, la cosa se había filtrado a los medios y allí estaban desde hacía mucho. Se formaban largos trombos en las callejuelas de acceso. Tardé poco en entender que aquello era una ratonera. Estábamos vendidos. Un joven con una camiseta de un grupo de Black metal lanzaba por megáfono sentencias contra la policía, lo hacía desde una silla de ruedas, al parecer con una enfermedad degenerativa. Esta, en su opacidad insensible, era clamorosamente abucheada. Consignas y cánticos en las dos lenguas se elevaban de la multitud, triunfales. Pese a serme familiar su dialecto, por poseer un acento y forma exclusivos de la región, se presentaba envuelto en un velo de ostracismo. De pronto uno comenzaba: Qui… (Todos se le unían) sembra la misseria, recull la ràbia (enfatizando las palabras). Misseria. (Réplica con más fuerza): Ràbia, ràbia. (De nuevo): Miseria. Miseria. Ràbia, ràbia, ràbia (terminaba de modo atronador). Todo comenzó a calentarse, al punto de que ya se lanzaban objetos contra la policía. Botellas, piedras, petardos, incluso bengalas. Nada les alcanzaba. Sin embargo era su excusa para hacer fuego. Parecían invulnerables, muy seguros en sus contundentes equipos de protección integral, cerrando filas, respaldados por sus máquinas, a cubierto tras el bloque trasparente de sus escudos irrompibles que reflejaban el fuego rojo de nuestra cólera. A cada orden de contacto que su superior les trasmitía palmeándoles el  hombro, salían un paso de fila y hacían fuego contra la multitud, impactando a la gente. De mi entorno cayó agachado un tipo y se lo llevaron para atrás. Yo tenía la mano levantada a la altura de los ojos en un gesto inconsciente, reflejo. Me asombró la presencia de chicas, incluso menores de edad, mostrándose en actitud marcadamente violenta, combativa, codeándose con los antisistema de aspecto más intimidante, sus cuerpos sin terminarse de formar expuestos en primera línea. Una especie asilvestrada de la jungla urbana, en las antípodas del arquetipo de muñeca hacia el que las empujan los comerciales. Aquellos chicos flotaban sobre toda verticalidad sindical, todo entreguismo. Súbitamente, hubo un combamiento en retirada, como el que se abre en un banco de peces, un fluido a la gota de un reactivo químico, en que retrocedí con la masa pese a no ser directamente afectado por el motivo. En el suspenso, respaldado contra el compactado de gente, vislumbre por un instante a la única persona que no lo hizo: una chica clavada en medio de la desolación expansiva sin haber retrocedido un paso, la cabeza vuelta hacia los demás, sesgada su silueta oblicuamente por el humo fosfórico de una bengala. Rasgos regulares para un rostro crudo, sin maquillaje, de quince, dieciséis; la melena rubia encendida cayéndole en desaliñados mechones sobre el chándal negro. No sé cómo nos miraba: sus pupilas se agitaban inquietas en un visaje fresco, cándido, no muy alejado del de la niña; no con decepción, con reproche, era vergüenza. Quizá ajena hacia nosotros, o puede que más por haber quedado expuesta al foco de atención. Fue en el fugaz lapso que tardó la masa en reponerse a lo que quedó en un mero amago de carga. Bajó la cabeza pudorosa al tiempo que el reflujo popular la reintegraba como una ola. Me sentí muy herido, no sabía por qué. Creo que muchos también. El pueblo buscábamos con ansias algo arrojadizo, cualquier cosa lo suficientemente contundente por el suelo. No había nada. Dejábamos caer decepcionados los fragmentos de corteza con que ahora se cubren los espacios de tierra. Había un tipo que se salía unos metros de grupo agachado, haciendo escudo con el cartón corrugado de una caja. Había quienes se exponían muchísimo, teniendo en cuenta que esas balas te pueden mutilar o incluso matar, de hacer contacto en una parte blanda vital. A poco de volver al frente, alguien me tocó el hombro y me puso en la mano un trozo de adoquín de acera. Era lo que veía que lanzaban algunos. Sentí como una gran presión desde atrás y ese vacío frío en que te puedes encontrar con que te faltan agallas. Me vinieron a la cabeza las imágenes de una mujer apalizada por los mossos en comisaria, salí unas zancadas y lancé la piedra con todas mis fuerzas, cayendo de rodillas por el impulso. Fue como si me faltasen mil veces las fuerzas con la que quería lanzarla. Me reintegré a ellos entre vítores y palmeos que me hicieron caldear por la efusión del afecto. Así hice yo con otro chico con una braga sobre la nariz y vi sus ojos encendidos. Éramos codo con codo, aquellos jóvenes con un futuro tan incierto. Estalló una bulliciosa confusión de hormigas. De ese reducido foco de contacto social masificado por centenares de ciudadanos, de los que los había a montones repartidos en puntos neurálgicos por toda la metrópolis, la realidad estalló fragmentándose en mil grupos, mil sucesos de los que sólo algunas pudieron parcialmente trascender por cualquiera de los múltiples dispositivos de grabación de hoy al ser colgados en La Red. No se cómo, me vi envuelto en una corriente humana que corría por un callejón amarillento de duchadoras farolas, tumbando vallas metálicas y sorteando hogueras cuya idea era la de entorpecer el avance de los gossos. Nos paramos. Era uno de los laberínticos entramados de callejones que tanto abundan en el Casco Antiguo, dado el tendido caótico. La prensa se había esfumado. Antes, aparentando ante la presencia de cámaras, disparaban con inclinación de ángulo para que el proyectil revotase antes de impactar, ahora lo hacían directo, como en un coto de caza que se hubiese abierto. Más tarde supe que cerca de allí reventaron el ojo a una mujer que ni siquiera se manifestaba, otra más para una larga lista; que otro joven perdió un testículo quedándole el otro dañado, vi fotografías de denuncia de una chica con no sé cuantos puntos en la cabeza, la cabellera levantada hasta visionarse el cráneo. Un campo de guerra, quien lo sabe se protege con cascos. Uno tiene que experimentarlo, verlos en su ambiente para que se diluya de su cabeza cualquier residuo ideal hollywoodiense de protectores de la ley. Son degenerados metidos a matones; exmilitares fascistas que no usan el catalán los hay, como entrenados en Israel y adoptadores de sus métodos. Si ha llegado a trascender la filmación de palizas a esposadas, infiltración para provocar altercados incendiarios, asesinatos homófobos, de índole racista, qué no habrán cometido además. Otra vez me vi en medio de personas muy jóvenes, niños. Estoy seguro de que yo era de los más mayores. Sus rostros adoptando una expresión de prematura adultez. Obrando en un mundo suyo propio, salvaje, abierto por la lumbre de hogueras, trayendo de vuelta banderas independentistas, trasladando vallas, contenedores sobre ruedas que les ayudaba a llevar en modificación de trincheras. Alguien picaba insistente las baldosas a martillo y cincel produciendo munición. Desde balcones opresivos, adaptados a la tortuosidad, caían lances de aguas sobre los fuegos; los chavales reprochaban de modo comedido a alguna mujer que les diera, decían señora y trataban de usted. Al asomarme por un extremo vi una riada de gente huyendo calle abajo, sólo algunos pocos se desviaron para entrar el callejón donde estaba. Detrás aparecieron persecutorios mossos, que arramblaron con dos personas que pasaban por allí con pleno desentendimiento de que la cosa fuera con ellos, a los que sin embargo aporrearon tumbándolos sin cuidado, inmovilizándolos con la rodilla sobre las vértebras de la nuca, para esposarlos y llevárselos. Me llegué corriendo hasta la primera entrada de las callejuelas, donde alguien apostado contra la esquina del primer recodo hacía de vigía, de vez en cuando asomándose con suma cautela. Al cruzar veloz a su rincón vislumbré una negra mole ojada de luces azules: los gossos seguían allí. Parecía que nos habían encerrado; se encontraban en cada salida. Se lo indiqué con un gesto en cuanto me miró; asintió poco después varias veces, sin volverse, pegado de la pared. Al rato me dijo: No et fiquis pel mig o et fotràn. Se sacó del camal un petardo, prendió la mecha y lo lanzó a ciegas. Lo escuchamos explotar. Alguien me llamaba por detrás: un niño me tendió la palma de la mano. Me enseñaba una pelota de goma. Como el desconfiado poseedor de la prueba de un delito, me dejó tomarla tras una crispación de reticencia. La sopesé, comprobé su dureza. A esas bolas macizas las llaman pelotas de goma. Joder, le dije devolviéndosela, satisfaciendo su doble solicitud de mi impresión y su pelota. Els fills de puta, dijo de modo conclusivo tras asentir, y se marchó como una bala. Luego petó un ruido seco de cristal roto, procedía de uno de los portales precarios detrás de nosotros, en el margen de fachada expuesto. Nos miramos. Me dispuse a dejar el lugar de nuevo, pero al poco me paré. Cruzando por el frente de los mossos, a través de la línea de fuego, que llegaba un indigente empujando un carrito de la compra desvencijado. En él cargaba su bulto. Estaba registrando uno tras otro los montones de la basura no recogida de la jornada, atascándosele la rueda y desatascándola, ajeno a todo, no deparando en nadie. Murmuraba algo incomprensible. Aquello no lo podía creer, me resultaba inverosímil. Pensaba que aquel tipo interpretaba un papel, lo tenía por un infiltrado. Los demás actuaban acorde a esto creo, dejándolo pasar pero sin poder ignorar del todo su presencia. Volví a encontrarme con la chica con aspecto nórdico, la que no se movió en la carga. Me había cruzado con su cabello encendido en carreras como con una suerte de aparición; ahora estaba detenida enfrente de mí. Otra chica de sienes y nuca rapadas la interpelaba tras haberla frenado, la mano puesta en el flanco. A esto, se descorrió la cremallera de la chaqueta y se levantó la camiseta interior hasta mostrar parte de un sujetador mínimo, innecesario. A la altura de las costillas, sobre la tez macilenta de su cuerpo flaco, lucía estrellado un hematoma oscuro, ribeteado multicolor, una galaxia. De golpe, puso sus ojos en los míos, a la vez que bajaba su camisa; no lo esperaba, debió notar que la miraba. Su pupila permaneció inalterada, la desvió como si nada. Terminé exhausto de ir de un lugar a otro en comprobación del estado de los accesos, me detuve. También era que había comenzado a sentirme aislado. Necesitaba declararles mi compromiso, mi deseo de fraternidad, pero no me atrevía a entablar una conversación mantenida con nadie. Las raras ocasiones que se prestaban a ello, sabiendo catalán, me salían las apalabras en castellano. Por eso me esforzaba en servirles haciendo de mensajero, en mirar si alguien necesitaba algo, tras ir a ver como seguían las cosas, si seguíamos encerrados. Me senté en la oscuridad de un portal hundido, tras un contenedor amarillo de escombros, nadie deparaba en mí. De él sobresalían unas tablas que me tapaban la altura. Los chicos iban, venían en una atmósfera de irrealidad. Había entrado en modo introspectivo. Era un observador ajeno, pasivo. Es curioso como, a un ligero cambio en la altura de perspectiva, la realidad se transforma. En vez de ver pasar las cabezas, veía pasar las caderas. Las manos hablan muchísimo. De pronto, una pareja se detuvo delante de mí. Por la holgada sudadera con la imagen frontal de John Lennon, creí reconocer a otra chica de mi entorno en el frente. Me llegaba su acento centroamericano, imposible de precisar más. Aparecía de espaldas, pudiéndose leer en el reverso: Was killed by CIA. Lo hacía al lado de otro chico de su edad, muy delgado. Ambos comenzaron a balancearse, en inquieta expectación hacia el foco principal del conflicto, volviéndose alternada, momentáneamente el uno al otro para encontrarse, entrechocando sus costados, ansiando contacto, con manos danzantes que se buscaban, se tomaban, soltaban. Surgió ante mis ojos la delgada faz de la chica nórdica, mirándome; un ejemplar perfecto de mi ideal de belleza, el de algo distante,  doliente de que sólo puede hallarse extracto en las clases más humildes; iluminada por el fuego salvaje de las hogueras, ponía una cara larga, triste, que me reprochaba algo. Al final, un ramal del entramado quedó despejado. Por él nos vaciamos todos. Yendo por un distrito comercial oí campanas dando la hora. En las calles sin gente, la ausencia latente de lo que hace poco ha sido barrido por un vendaval. Comprobando un enganchón en mi mejor sudadera, veo mi inmadurez, mi inconsciencia de clase. Por la parte en que había sido testigo, la vanguardia de la lucha en las calles de Barcelona eran anarquistas adolescentes. Bello eco de regresión histórica.