viernes, 23 de mayo de 2014

Babel

La calle ascendía por una empinada cuesta a lo largo de la cual se sucedían bloques de pisos de pocas plantas alternándose con descampados, deslindados por verjas y llenos de material para la construcción. David la subía a paso ligero, en un estado ansioso, latiéndole aprisa el corazón.
    Era domingo, último día del fin de semana, y había quedado con Marcos en pasar a buscarle a las ocho de la mañana. La noche anterior no consiguió dormirse hasta muy tarde, por la excitación en la que lo mantenía pensar en el día siguiente, pero eso no impidió que despertase prematuramente, en concreto a las seis.
    A la madre de Marcos la enfadaban soterradamente los madrugones cada vez más tempranos que se daba su hijo por motivo de David. Le inquietaba el estado de nerviosismo en que lo dejaban, desde el momento mismo de la quedada por teléfono hasta que su amigo tocaba el timbre, que minaban su apetito para la cena y hacían que se fuera casi sin haber desayunado al día siguiente. Por ello convino un día amablemente con los chicos —más bien fue una orden disimulada— en que las diez de la mañana era una hora más que sensata para salir a jugar el fin de semana.
    David había despertado a las seis, a y diez ya estaba vestido y, pese a todos sus esfuerzos, no pudo perseverar en la espera más que hasta y cuarto, yendo sin desayunar al encuentro con su amigo.
    Ahora eran y veinte y estaba a punto de llegar a su casa. Una vez hubo reconocido la ventana de su habitación, desvió sus pasos hacia unos hierbajos que orillaban el solar de enfrente en busca de piedrecitas. Se colocó una en el pulgar a modo de canica e inició la acción de lanzarla, pero una figura sonriendo burlonamente tras el cristal le detuvo. Le devolvió la sonrisa. Soltó las piedrecitas y se frotó las manos. Marcos hizo gesto de que ahora bajaba y desapareció para aparecer segundos después en el portal. Se dirigieron medias sonrisas y miradas huidizas por todo saludo, miradas que terminaban por lanzarse en dirección opuesta en un tenso doblar de cuello, como si súbitamente fuesen magnetizados por un motivo trivial que aún así merecía mayor atención que su mejor amigo, ocultando de paso lo mucho que se alegraban de verlo y sentían que gritaba sus ojos. En realidad esto era algo más propio de David, a lo que Marcos, más transparente en la expresión de sus emociones, respondía por mimetismo. Tomaron calle abajo sin decirse nada. El cielo de la alborada parpadeaba en el horizonte. Marcos rompió el silencio.
    —Me despierto a las seis y digo: este es capaz de despertarse ahora y venirme a buscar —dijo entre risas.
    David, ligeramente avergonzado por sentirse tan bien conocido, se apresuro a contestar:
    —Y yo despierto a las seis y digo: este es capaz de estar levantado esperándome.
    Los dos rompieron a reír.
    Bajaban la cuesta con ligereza, a paso algo acelerado a ratos, saltándoles muertos brazos; el aire frío y puro les llenaba los pulmones y salía en tenue vapor. Un gato subido en una caja de contadores les dirigió una mirada atónita pero, antes de que pasaran de largo, la desvió y volvió somnolienta, mientras rodeaba sus patas con la cola. Marcos, con la excusa del frío matutino, dejó que lo agitara un estremecimiento nervioso que le subía por la espalda y se frotó las manos, se las llevó a la boca y les echó el aliento.
    —¿Dónde vamos?.
    —Sorpresa —respondió David enigmático.
    —Dilo. Mil años esperando.
    —Si viene de ayer.
    —No me aguato. ¡Dímelo!
    —A la biblioteca vieja.
    — ¿Donde te fuiste a limpiar ayer con el Jefe de Estudios y aquellos?
    —Sí.
    —Pero lleva años cerrada. ¿Hay gente ahora?
    —He dejado una ventada abierta. Allí hace años que no va nadie.
    —¿Y podremos entrar dentro e ir por dentro nosotros solos?
    —Sí.
    —¡Qué dices! —repuso incrédulo.
    —Que sí —reiteró abriendo mucho los ojos para mostrar que no mentía.
    —¡No! —gritó Marcos empezando a creer, encendiéndose.
    — Sí —dijo una vez más, con seriedad, conteniendo la satisfacción.
    —¡Oh!
    No había un alma en las calles, que yacían sumidas en una claridad incolora, húmeda, otoñal. Entraron en el paseo que dirigía hacia las afueras, la calzada flanqueada por dos carreteras, cupulada por dos filas de árboles que iban a convergir en la lejanía. Un banco de tablas de madera cada veinte metros. Doblaron hacia una calle y llegaron a un lugar con varias parcelas de terreno sin asfaltar. Tomaron un atajo bajando por un terraplén dando a una especie de parque.
    Era una zona verde cuyas obras de ampliación habían sido abandonadas a mitad de proceso; su nueva extensión estaba torpemente planificada y llevada a cabo de cualquier manera, muy modestamente. La vegetación asilvestrada manifestaba una falta de mantenimiento de años con sus altos céspedes desbordados de los recortes de parcela y sus setos frondosos estrechando los caminos de tierra que deslindaban. Al lado de estos pequeños senderos, diseminados aquí y allá, se se erguían arbolitos recientes de aspecto desgarbado, algunos doblados por el viento o tumbados, con los puntales caídos. Al fondo, en el viejo núcleo, aparecía el edificio de dos plantas de la biblioteca, a resguardo de un paramento umbrío de pinos y, más ceñidamente, de una arbolada circundante de robles, bajo sus amplias arcadas.
    Marcos acariciaba los setos en la travesía, que de cuando en cuando le arañaban el brazo. Un viento lateral arrastraba la hojarasca, que cruzaba la cruz del adoquinado, y hacía que las frondas se frotasen susurrantes. David puso los ojos en la fachada, la mirada perdida. Los altos ventanales del primer piso estaban con las contraventanas echadas, los del segundo abiertos. Los adoquines hacían un semicírculo frente a la entrada principal. Después de hacer chasquear la goma contra el taco de cromos que había sacado del bolsillo, lo guardó y señaló hacia un extremo izquierdo de la biblioteca.
    —Entraremos por atrás, por la ventana de los aseos.
Doblaron por la esquina izquierda de la fachada. Los árboles y los setos constreñían un pasadizo lateral recóndito, donde se apilaban montones de sillas de brazo de pala, mesas,  tablas y otros restos de material escolar.  
    ―Mira como subo y luego subes tú —dijo David agarrándose a una cañería de desagüe.
   Acto seguido comenzó a trepar cargando su peso hacia atrás y clavando la puntera de las zapatillas en las ranuras de los bloques de la superficie. Dos ventanitas se hundían en la pared a unos tres metros del suelo. Se aferró al borde de la más cercana, la abrió y se metió dentro a pulso. Se descolgó dejándose caer en el interior. Por el cuadrado de la ventanita entraba un haz de luz que aun no lograba disipar bien las tinieblas. David esperaba ahí debajo, fija la mirada en el cuadrado,  con creciente inquietud.
    —¿Puedes? —preguntó dirigiendo su voz hacia la ventana. Pero al momento surgió el cuerpo de Marcos aferrándose.
    —Por aquí, por aquí —se apresuró a decirle—. ¡Mira esto! —añadió abriendo la puerta.
    La biblioteca constaba de un espacio único, separado en dos niveles por una pasarela circundante que daba acceso a  las estanterías empotradas del superior, que ocupaban las paredes por completo, a esta se accedía por unas escaleras. De los ventanales del segundo nivel entraban amplios haces de luz espectrales que, aunque ya dorados, seguían siendo demasiado oblicuos para alcanzar el suelo. En ese bajo penumbroso se erguían unas altísimas y extrañas torres deformes, como las que se levantan con el chorrear de arena mojada, semejantes a troncos de árboles sombríos, separadas equidistantes como estos.
    —¡Son los libros!— exclamó Marcos doblando asombrado el cuello hacia su amigo.        
    Este se limitó a asentir significativamente, prorrumpiendo al cabo en una risa que se le escapó junto a unos esputos de saliva de excitada satisfacción.
    Estaba oscuro, pero el sinuoso perfil de picos en ángulo recto los delataba,  escalonando senderos de caracol que trepaban los riscos.
    Aquellos objetos que por norma general se encuentran clasificados por la invisible mano de una ley de orden sistemático, por ello etiquetados y numerados, ocupando un lugar concreto dentro de un cuerpo geométrico mesurado preestablecido en un plano, al arbitrio del oscuro mundo de los fines de los adultos, juntábanse ahora unos con otros, arrancados de la atmósfera de su hábitat racional, en anchos de diez o quince o veinte, apilándose en torres torcidas y vertiginosas con la aleatoriedad de las formaciones geológicas, formando subterráneas grutas de estalagmitas, silentes bosques de tocones calcinados por entre los que los chicos paseaban.
    El cargado aroma que se desprendía de los vetustos volúmenes, formado de emanaciones del cuero y corpúsculos de papel plagado de hongos pulverizado, que venían recargando y viciando la atmósfera desde hacía años, los embriagaba como un narcótico. Olor propio de la presencia solemne que se sentía gobernar irradiando una gravedad funeraria y que los tutelaba desde los arcos acumulados de trémulas tinieblas del primer nivel, entre las columnatas, foscas protuberancias óseas de cejas de ojos hundidos de una ilustrísima ancianidad autoritaria —como de iglesia—. La nota química del cuero sintético, análoga al barniz de los ataúdes, retroalimentaba estos pensamientos comunes en ambos. Cada libro aparecía enfundado en una mugre de polvo como un pequeño ataúd para partes mutiladas, una vitrina opaca que contenía especies disecadas. No osaban tocarlos, pues los reprimía el respeto irrazonado de la costumbre imitativa. De contenido impenetrable, esotérico, blindado. Absolutamente secos: si los exprimieran, no lograrían segregar entre todos ni una sola gota de vida para ellos.
    La luz se había intensificado de modo imperceptible, sus haces oblicuos bajaban angulándose desde las ventanas, aspirando las tinieblas del ámbito, descubriendo sus accidentes como en un fondo marino.
    —¿Esto hicisteis ayer?
    —Ya estaba hecho esto, pero sí, lo continuamos. Subimos del sótano mucha mierda de sillas… y todos los libros que quedaban y los amontonábamos alrededor, hasta lo más alto que podíamos, con escaleras.
    —¿Para qué?
    —No sé.
    —¿No lo sabes?
    —Así se quedan preparados. Es que esto lo ha comprado uno de la construcción, que lo quiere echar abajo, y le aprieta al ayuntamiento para que se los lleve, pero no tienen dónde meterlos, vale mucho dinero el trasporte.
    —¿Y por qué no los queman?
    —¡Eso pensé yo! —se apresuró a contestar, irritándole que le anticiparan una idea de su propiedad. —Luego escuche al Jefe de Estudios que le decía al del ayuntamiento lo mismo, y este le reprochaba que eso ahora no se podía hacer, porque era lo que hacían los nazis y ellos eran demócritas, y el Jefe de estudios le contestó que aquí lo viene haciendo la Iglesia desde hace siglos, también con el Generalísimo.   
    —¿Os pagó el Jefe de Estudios?              
    —Nos dio caramelos caducados, de los que sobraron las navidades pasadas de las carrozas, los guardan en un almacén del comedor del colegio. Los he tirado porque me dan diarrea.
    Hechizado por los haces que tocaban el suelo, David se puso a andar entre crujidos hacia uno que descendía sobre las mesas con separadores, único mueble que, a diferencia de la mayoría, sillas y estanterías medianeras, no había sido arrinconado contra los lados por estar fijado al suelo con tuercas, sus ojos vagaron a la redonda y se detuvieron en su amigo.  Al baño de una franja de sol su cabello flameaba de puro rubio, sostenía  un volumen tapizado en cuero con la mirada fija y un rictus de repugnancia en la boca.. David fue hacia él.
    —¿Qué es? — le preguntó en el instante mismo en que aquel lo abría.
    Las letras asaltaron a Marcos como un zumbante enjambre de moscas saliendo de un desierto de arena. Pese a que no padecía ninguna deficiencia ocular, no conseguía enfocar las líneas para poder leerlas. Al  fin se calibraron, quedando en relieve como en una plancha de imprenta, flotando tridimensionales sobre la rugosa textura del papel amarillento, repeliéndole la lectura. El vértigo que sostenía por morbosidad terminó por forzarle al máximo el bizqueo y desistió cerrando el volumen de un pinzazo.
    —Nada —contestó tras parpadear, tendiéndole el volumen a David. —Mañana, clase —añadió con pesar, como dejando caer un plomo.
    Y su mirada fue a parar a las estanterías más altas. Bajo las cejas arqueadas, sus ojos tomaron una expresión de tristeza. De pronto, un estrépito le sobresaltó, una silla rebotaba contra el suelo a distancia; volvió los ojos hacia su amigo, que con las manos a la espalda dirigía una atención circunspecta hacia el lugar del suceso, poco natural, forzada. Miró a Marcos y le sonrió, este le devolvió la sonrisa. David iba hacia la silla, estaba atravesando uno de los reversos de sombra que formaban las torres oponiendo resistencia a la luz sesgada, cuando algo golpeó contra el cristal de una ventana haciendo que se agitara todo su cuerpo. Se recompuso al punto y echo a reír con una risa estallante, al volverse y ver a su amigo en actitud desentendida fingiendo leer un libro absorto, el cual sostenía boca abajo. Marcos prorrumpió en carcajadas sin poder contenerse. David se dirigió con paso comedido hacía una estantería, sacó tres volúmenes con respetuoso cuidado y se puso a ojearlos con profundo interés, sabiéndose observado. Uno tras otro fueron arrojados a Marcos, que esperaba algo así y los esquivaba aullando de risa y llenándosele de lágrimas los ojos. Atravesando el espacio en amplias parábolas, al pasarse fugaces y revolucionadas sus páginas, los libros aleteaban palmeantes como palomas.
    Marcos fue hacia otra estantería con el cabello arremolinándose como un torbellino de luz y, tras lanzar una sonriente mirada de desafío al otro, comenzó a barrerla de libros con el brazo, a la carrera, tropezando hasta caer con el cúmulo que se iba formando a sus pies. Se quedó tendido sobre el lecho de libros dedicando a su amigo una mirada anhelante, femenina. David echó a correr arrebatado en dirección a una de las torres y la embistió con todas sus fuerzas. Esta se tambaleó una vez y, perdido el centro de gravedad, se dirigió inexorablemente contra el suelo. Se partió cerca de la base para caer entera y a plomo, impactando estruendorosamente contra el parqué, desparramándose hacia los lados casi con la fluidez de un líquido, expandiéndose en un mar de libros, cuya ola dio fuerte en otra, que se desmoronó a medias apedreando la madera. Los espolones que a ambos lados se habían levantado se unieron para ascender como una neblina que modelaba los haces de luz materializándolos. Los chicos mantenían contacto visual desde el suelo, mientras el polvo lentamente lo velaba, paralizados, asustados por las proporciones que había alcanzado su juego, sin otro modelo al que dirigir su mirada interrogante más que su compañero, su igual, así  se sondeaban. Un fulgor tembló acunándose en el ojo de Marcos y se levantó de un salto atravesando el ámbito a la carrera entre gritos de guerra. Fue la señal que dio inicio a una carrera por destruirlo todo. Cada uno hacia un punto, como se busca una pierna o un hueso para golpear, desmontando muebles a patadas, destripando libros y brincando bajo la lluvia de confeti hecha con sus manojos de páginas, lanzándolos hacia cualquier lado, pero sobre todo tumbando sus torres. Arremetieron contra ellas con furor. Las empujaban, les daban patadas viéndolas caer de todos los modos posibles, cada una diferente, como majestuosas torres almenadas en ruinas de castillos viejos. Algunas se les desplomaban justo al lado después de dar en ellas con los pies juntos, para caer sobre un dudoso lecho amortiguado de puntas, otras, encima, oprimiéndoles el pecho la pedreante descarga de sus ladrillos sus pesos que les hacía expulsar el aire entre risas de dolor, clavándoles las puntas. Al encontrar un carrito del bedel las posibilidades de diversión se multiplicaron exponencialmente en sus cabezas. La mecánica que no tardaron en adoptar y luego repitieron una y otra vez era la de que, subido uno encima, el otro lo empujaba hasta darle el máximo de velocidad, entonces se subía encima, justo antes de estrellarse contra una torre. Terminaron por hacerlo polvo.
    Al pasar el tiempo, su acción común, aunque de idéntica naturaleza, fue diversificándose en el modo. Mientras que Marcos manifestaba un actuar más artístico, de libre improvisación, al interactuar con los objetos y el entorno, recreándose en el goce del puro juego con jovialidad, mucho más creativo, David parecía seguir un método, someterlo todo a un frío cálculo, distanciándose por un margen de la ebriedad desatada, para poder pensar como se podía hacer más daño, cómo se podía romper más con menos. Así uno escalaba las torres para tirarse en tobogán, deslizándose sobre sobre los aludes que los libros generaban al correrse, o chutaba estos intentando marcar goles en las ventanas, y el otro miraba ansioso a su alrededor y a falta de algo mejor sacaba su navaja y apuñalaba los vientres de los volúmenes o arañaba la mesa a lo largo en surcos seseantes, tomaba luego un separalibros de metal de un estante, dejándolo colgar en la mano olvidado, hasta que veía los cristales de la puerta que bajaba al sótano y se lo lanzaba en un acto reflejo de puro nerviosismo, o destrozaba la maneta del la puerta a golpes de extintor para que nadie pudiese entrar. Fue ahí cuando subió a saltos por las escaleras hacia primer nivel consiguiendo que los ojos de Marcos siguiesen sus pasos con inquietud. Arriba puso todas sus fuerzas en decantar una unidad de mueble de las dispuestas a lo largo hasta hacer que perdiese el equilibrio y se precipitase. Se apartó. La estantería golpeó la barandilla de madera, que cedió sin apenas resistencia, e inmediatamente el suelo de tablas se tronchó como por una súbita mordedura con un estruendo de nave partiéndose y todo cayó a la planta baja con un estallido de astillas que salieron disparadas como agujas haciéndole girarse. Por un momento, los dos creyeron que la biblioteca entera se venía abajo y se asustaron.
    —Vámonos. —dijo David con seriedad.
    —Sí.
    Antes de cerrar tras de sí la puerta de los servicios, David echó una última ojeada al cuadro de caos en reposo.
    — ¿Le prendemos fuego?
    David le miró arqueando las cejas.
    — ¿Tienes fuego?
    —Sí.
    —Trae.
    —¿O ya nos estamos pasando? —contrapuso él mismo, mientras daba vueltas entre los dedos a un mechero de plástico amarillo.
    David le tendió la mano y de inmediato le fue puesto en la palma. Arrugó las hojas de un libro para mullirlo, lo dejó junto a los demás medio abierto, en un hueco de la estantería y lo prendió. Cuando Marcos le devolvió el mechero, David le aplicó la llama otra vez al fuego.
    —¿No te fías?
    —No es eso. Así soy tan responsable como tú.
    —Ah.
    —Mira, vámonos. Lo dejamos así y que sea lo que Dios quiera.
    Bajaron por la tubería de desagüe del lateral calentándoles la espalda los recortes de luz móviles que se colaban por los intersticios de la fronda. David miró bajar al otro desde la mesa del montón de desperdicios en la que se sentaba. Marcos se encaminaba a salir por donde habían venido.
    —No. Salgamos por detrás —dijo David levantándose de la mesa.
    Ambos salieron a un espacio de sotobosque de un parque de pinos, con una claridad verde pálida, parecía haber sido lugar de meriendas y acampadas, el suelo estaba alfombrado de abundante tamuja, también cubriendo los combinados de mesas y bancos fijos.
    —Mírate las manos —le dijo Marcos.
    —¡Ah, están negras! —se sobresaltó con una mezcla de asco y admiración.
    —Ahora nos las lavamos en esa fuente.
    En una zona extrema del claro, donde las exuberantes frondas formaban una arcada indefinida, descansaba, resguardada como un pequeño ídolo, una pila encharcada de agua de lluvia con la superficie cubierta de hojas. Las retiraron, sumergieron las manos y comenzaron a frotárselas.