La calle ascendía por
una empinada cuesta a lo largo de la cual se sucedían bloques de pisos de pocas
plantas alternándose con descampados, deslindados por verjas y llenos de
material para la construcción. David la subía a paso ligero, en un estado ansioso,
latiéndole aprisa el corazón.
Era domingo, último día del fin de semana,
y había quedado con Marcos en pasar a buscarle a las ocho de la mañana. La noche
anterior no consiguió dormirse hasta muy tarde, por la excitación en la que lo
mantenía pensar en el día siguiente, pero eso no impidió que despertase prematuramente,
en concreto a las seis.
A la madre de Marcos la enfadaban
soterradamente los madrugones cada vez más tempranos que se daba su hijo por motivo
de David. Le inquietaba el estado de nerviosismo en que lo dejaban, desde el
momento mismo de la quedada por teléfono hasta que su amigo tocaba el timbre, que
minaban su apetito para la cena y hacían que se fuera casi sin haber desayunado
al día siguiente. Por ello convino un día amablemente con los chicos —más bien fue
una orden disimulada— en que las diez de la mañana era una hora más que sensata
para salir a jugar el fin de semana.
David había despertado a las seis, a y diez ya estaba vestido y, pese a
todos sus esfuerzos, no pudo perseverar en la espera más que hasta y cuarto, yendo sin desayunar al
encuentro con su amigo.
Ahora eran y veinte y estaba a punto de llegar a su casa. Una vez hubo reconocido
la ventana de su habitación, desvió sus pasos hacia unos hierbajos que
orillaban el solar de enfrente en busca de piedrecitas. Se colocó una en el
pulgar a modo de canica e inició la acción de lanzarla, pero una figura
sonriendo burlonamente tras el cristal le detuvo. Le devolvió la sonrisa. Soltó
las piedrecitas y se frotó las manos. Marcos hizo gesto de que ahora bajaba y
desapareció para aparecer segundos después en el portal. Se dirigieron medias
sonrisas y miradas huidizas por todo saludo, miradas que terminaban por
lanzarse en dirección opuesta en un tenso doblar de cuello, como si súbitamente
fuesen magnetizados por un motivo trivial que aún así merecía mayor atención
que su mejor amigo, ocultando de paso lo mucho que se alegraban de verlo y sentían
que gritaba sus ojos. En realidad esto era algo más propio de David, a lo que
Marcos, más transparente en la expresión de sus emociones, respondía por
mimetismo. Tomaron calle abajo sin decirse nada. El cielo de la alborada
parpadeaba en el horizonte. Marcos rompió el silencio.
—Me despierto a las seis y digo: este es
capaz de despertarse ahora y venirme a buscar —dijo entre risas.
David, ligeramente avergonzado por sentirse
tan bien conocido, se apresuro a contestar:
—Y yo despierto a las seis y digo: este es
capaz de estar levantado esperándome.
Los dos rompieron a reír.
Bajaban la cuesta con ligereza, a paso algo
acelerado a ratos, saltándoles muertos brazos; el aire frío y puro les llenaba
los pulmones y salía en tenue vapor. Un gato subido en una caja de contadores
les dirigió una mirada atónita pero, antes de que pasaran de largo, la desvió y
volvió somnolienta, mientras rodeaba sus patas con la cola. Marcos, con la
excusa del frío matutino, dejó que lo agitara un estremecimiento nervioso que
le subía por la espalda y se frotó las manos, se las llevó a la boca y les echó
el aliento.
—¿Dónde vamos?.
—Sorpresa —respondió David enigmático.
—Dilo. Mil años esperando.
—Si viene de ayer.
—No me aguato. ¡Dímelo!
—A la biblioteca vieja.
— ¿Donde te fuiste a limpiar ayer con el
Jefe de Estudios y aquellos?
—Sí.
—Pero lleva años cerrada. ¿Hay gente ahora?
—He dejado una ventada abierta. Allí hace
años que no va nadie.
—¿Y podremos entrar dentro e ir por dentro
nosotros solos?
—Sí.
—¡Qué dices! —repuso incrédulo.
—Que sí —reiteró abriendo mucho los ojos
para mostrar que no mentía.
—¡No! —gritó Marcos empezando a creer,
encendiéndose.
— Sí —dijo una vez más, con seriedad,
conteniendo la satisfacción.
—¡Oh!
No había un alma en las calles, que yacían sumidas
en una claridad incolora, húmeda, otoñal. Entraron en el paseo que dirigía
hacia las afueras, la calzada flanqueada por dos carreteras, cupulada por dos
filas de árboles que iban a convergir en la lejanía. Un banco de tablas de
madera cada veinte metros. Doblaron hacia una calle y llegaron a un lugar con
varias parcelas de terreno sin asfaltar. Tomaron un atajo bajando por un terraplén
dando a una especie de parque.
Era una zona verde cuyas obras de
ampliación habían sido abandonadas a mitad de proceso; su nueva extensión
estaba torpemente planificada y llevada a cabo de cualquier manera, muy
modestamente. La vegetación asilvestrada manifestaba una falta de mantenimiento
de años con sus altos céspedes desbordados de los recortes de parcela y sus
setos frondosos estrechando los caminos de tierra que deslindaban. Al lado de
estos pequeños senderos, diseminados aquí y allá, se se erguían arbolitos recientes
de aspecto desgarbado, algunos doblados por el viento o tumbados, con los
puntales caídos. Al fondo, en el viejo núcleo, aparecía el edificio de dos
plantas de la biblioteca, a resguardo de un paramento umbrío de pinos y, más
ceñidamente, de una arbolada circundante de robles, bajo sus amplias arcadas.
Marcos acariciaba los setos en la travesía,
que de cuando en cuando le arañaban el brazo. Un viento lateral arrastraba la
hojarasca, que cruzaba la cruz del adoquinado, y hacía que las frondas se
frotasen susurrantes. David puso los ojos en la fachada, la mirada perdida. Los
altos ventanales del primer piso estaban con las contraventanas echadas, los
del segundo abiertos. Los adoquines hacían un semicírculo frente a la entrada
principal. Después de hacer chasquear la goma contra el taco de cromos que
había sacado del bolsillo, lo guardó y señaló hacia un extremo izquierdo de la
biblioteca.
—Entraremos por atrás, por la ventana de
los aseos.
Doblaron por la esquina
izquierda de la fachada. Los árboles y los setos constreñían un pasadizo
lateral recóndito, donde se apilaban montones de sillas de brazo de pala,
mesas, tablas y otros restos de material
escolar.
―Mira como subo y luego subes tú —dijo
David agarrándose a una cañería de desagüe.
Acto seguido comenzó a trepar cargando su
peso hacia atrás y clavando la puntera de las zapatillas en las ranuras de los
bloques de la superficie. Dos ventanitas se hundían en la pared a unos tres
metros del suelo. Se aferró al borde de la más cercana, la abrió y se metió
dentro a pulso. Se descolgó dejándose caer en el interior. Por el cuadrado de
la ventanita entraba un haz de luz que aun no lograba disipar bien las
tinieblas. David esperaba ahí debajo, fija la mirada en el cuadrado, con creciente inquietud.
—¿Puedes? —preguntó dirigiendo su voz hacia
la ventana. Pero al momento surgió el cuerpo de Marcos aferrándose.
—Por aquí, por aquí —se apresuró a decirle—.
¡Mira esto! —añadió abriendo la puerta.
La biblioteca constaba de un espacio único,
separado en dos niveles por una pasarela circundante que daba acceso a las estanterías empotradas del superior, que
ocupaban las paredes por completo, a esta se accedía por unas escaleras. De los
ventanales del segundo nivel entraban amplios haces de luz espectrales que,
aunque ya dorados, seguían siendo demasiado oblicuos para alcanzar el suelo. En
ese bajo penumbroso se erguían unas altísimas y extrañas torres deformes, como
las que se levantan con el chorrear de arena mojada, semejantes a troncos de
árboles sombríos, separadas equidistantes como estos.
—¡Son los libros!— exclamó Marcos doblando
asombrado el cuello hacia su amigo.
Este se limitó a asentir significativamente,
prorrumpiendo al cabo en una risa que se le escapó junto a unos esputos de
saliva de excitada satisfacción.
Estaba oscuro, pero el sinuoso perfil de
picos en ángulo recto los delataba, escalonando senderos de caracol que trepaban
los riscos.
Aquellos objetos que por norma general se
encuentran clasificados por la invisible mano de una ley de orden sistemático, por
ello etiquetados y numerados, ocupando un lugar concreto dentro de un cuerpo
geométrico mesurado preestablecido en un plano, al arbitrio del oscuro mundo de
los fines de los adultos, juntábanse ahora unos con otros, arrancados de la
atmósfera de su hábitat racional, en anchos de diez o quince o veinte,
apilándose en torres torcidas y vertiginosas con la aleatoriedad de las
formaciones geológicas, formando subterráneas grutas de estalagmitas, silentes
bosques de tocones calcinados por entre los que los chicos paseaban.
El cargado aroma que se desprendía de los
vetustos volúmenes, formado de emanaciones del cuero y corpúsculos de papel plagado
de hongos pulverizado, que venían recargando y viciando la atmósfera desde
hacía años, los embriagaba como un narcótico. Olor propio de la presencia
solemne que se sentía gobernar irradiando una gravedad funeraria y que los
tutelaba desde los arcos acumulados de trémulas tinieblas del primer nivel,
entre las columnatas, foscas protuberancias óseas de cejas de ojos hundidos de
una ilustrísima ancianidad autoritaria —como de iglesia—. La nota química del
cuero sintético, análoga al barniz de los ataúdes, retroalimentaba estos
pensamientos comunes en ambos. Cada libro aparecía enfundado en una mugre de
polvo como un pequeño ataúd para partes mutiladas, una vitrina opaca que
contenía especies disecadas. No osaban tocarlos, pues los reprimía el respeto
irrazonado de la costumbre imitativa. De contenido impenetrable, esotérico,
blindado. Absolutamente secos: si los exprimieran, no lograrían segregar entre
todos ni una sola gota de vida para ellos.
La luz se había intensificado de modo
imperceptible, sus haces oblicuos bajaban angulándose desde las ventanas,
aspirando las tinieblas del ámbito, descubriendo sus accidentes como en un
fondo marino.
—¿Esto hicisteis ayer?
—Ya estaba hecho esto, pero sí, lo
continuamos. Subimos del sótano mucha mierda de sillas… y todos los libros que
quedaban y los amontonábamos alrededor, hasta lo más alto que podíamos, con
escaleras.
—¿Para qué?
—No sé.
—¿No lo sabes?
—Así se quedan preparados. Es que esto lo
ha comprado uno de la construcción, que lo quiere echar abajo, y le aprieta al
ayuntamiento para que se los lleve, pero no tienen dónde meterlos, vale mucho
dinero el trasporte.
—¿Y por qué no los queman?
—¡Eso pensé yo! —se apresuró a contestar,
irritándole que le anticiparan una idea de su propiedad. —Luego escuche al Jefe
de Estudios que le decía al del ayuntamiento lo mismo, y este le reprochaba que
eso ahora no se podía hacer, porque era lo que hacían los nazis y ellos eran
demócritas, y el Jefe de estudios le contestó que aquí lo viene haciendo la
Iglesia desde hace siglos, también con el Generalísimo.
—¿Os pagó el Jefe de Estudios?
—Nos dio caramelos caducados, de los que
sobraron las navidades pasadas de las carrozas, los guardan en un almacén del
comedor del colegio. Los he tirado porque me dan diarrea.
Hechizado por los haces que tocaban el
suelo, David se puso a andar entre crujidos hacia uno que descendía sobre las
mesas con separadores, único mueble que, a diferencia de la mayoría, sillas y
estanterías medianeras, no había sido arrinconado contra los lados por estar
fijado al suelo con tuercas, sus ojos vagaron a la redonda y se detuvieron en
su amigo. Al baño de una franja de sol
su cabello flameaba de puro rubio, sostenía un volumen tapizado en cuero con la mirada
fija y un rictus de repugnancia en la boca.. David fue hacia él.
—¿Qué es? — le preguntó en el instante
mismo en que aquel lo abría.
Las letras asaltaron a Marcos como un
zumbante enjambre de moscas saliendo de un desierto de arena. Pese a que no
padecía ninguna deficiencia ocular, no conseguía enfocar las líneas para poder
leerlas. Al fin se calibraron, quedando
en relieve como en una plancha de imprenta, flotando tridimensionales sobre la
rugosa textura del papel amarillento, repeliéndole la lectura. El vértigo que
sostenía por morbosidad terminó por forzarle al máximo el bizqueo y desistió
cerrando el volumen de un pinzazo.
—Nada —contestó tras parpadear, tendiéndole
el volumen a David. —Mañana, clase —añadió con pesar, como dejando caer un
plomo.
Y su mirada fue a parar a las estanterías
más altas. Bajo las cejas arqueadas, sus ojos tomaron una expresión de tristeza.
De pronto, un estrépito le sobresaltó, una silla rebotaba contra el suelo a
distancia; volvió los ojos hacia su amigo, que con las manos a la espalda
dirigía una atención circunspecta hacia el lugar del suceso, poco natural,
forzada. Miró a Marcos y le sonrió, este le devolvió la sonrisa. David iba
hacia la silla, estaba atravesando uno de los reversos de sombra que formaban
las torres oponiendo resistencia a la luz sesgada, cuando algo golpeó contra el
cristal de una ventana haciendo que se agitara todo su cuerpo. Se recompuso al
punto y echo a reír con una risa estallante, al volverse y ver a su amigo en
actitud desentendida fingiendo leer un libro absorto, el cual sostenía boca
abajo. Marcos prorrumpió en carcajadas sin poder contenerse. David se dirigió
con paso comedido hacía una estantería, sacó tres volúmenes con respetuoso
cuidado y se puso a ojearlos con profundo interés, sabiéndose observado. Uno
tras otro fueron arrojados a Marcos, que esperaba algo así y los esquivaba aullando
de risa y llenándosele de lágrimas los ojos. Atravesando el espacio en amplias
parábolas, al pasarse fugaces y revolucionadas sus páginas, los libros
aleteaban palmeantes como palomas.
Marcos fue hacia otra estantería con el cabello
arremolinándose como un torbellino de luz y, tras lanzar una sonriente mirada
de desafío al otro, comenzó a barrerla de libros con el brazo, a la carrera,
tropezando hasta caer con el cúmulo que se iba formando a sus pies. Se quedó
tendido sobre el lecho de libros dedicando a su amigo una mirada anhelante,
femenina. David echó a correr arrebatado en dirección a una de las torres y la
embistió con todas sus fuerzas. Esta se tambaleó una vez y, perdido el centro
de gravedad, se dirigió inexorablemente contra el suelo. Se partió cerca de la
base para caer entera y a plomo, impactando estruendorosamente contra el parqué,
desparramándose hacia los lados casi con la fluidez de un líquido,
expandiéndose en un mar de libros, cuya ola dio fuerte en otra, que se
desmoronó a medias apedreando la madera. Los espolones que a ambos lados se
habían levantado se unieron para ascender como una neblina que modelaba los
haces de luz materializándolos. Los chicos mantenían contacto visual desde el
suelo, mientras el polvo lentamente lo velaba, paralizados, asustados por las
proporciones que había alcanzado su juego, sin otro modelo al que dirigir su
mirada interrogante más que su compañero, su igual, así se sondeaban. Un fulgor tembló acunándose en
el ojo de Marcos y se levantó de un salto atravesando el ámbito a la carrera
entre gritos de guerra. Fue la señal que dio inicio a una carrera por
destruirlo todo. Cada uno hacia un punto, como se busca una pierna o un hueso
para golpear, desmontando muebles a patadas, destripando libros y brincando
bajo la lluvia de confeti hecha con sus manojos de páginas, lanzándolos hacia
cualquier lado, pero sobre todo tumbando sus torres. Arremetieron contra ellas
con furor. Las empujaban, les daban patadas viéndolas caer de todos los modos
posibles, cada una diferente, como majestuosas torres almenadas en ruinas de
castillos viejos. Algunas se les desplomaban justo al lado después de dar en
ellas con los pies juntos, para caer sobre un dudoso lecho amortiguado de
puntas, otras, encima, oprimiéndoles el pecho la pedreante descarga de sus ladrillos
sus pesos que les hacía expulsar el aire entre risas de dolor, clavándoles las
puntas. Al encontrar un carrito del bedel las posibilidades de diversión se
multiplicaron exponencialmente en sus cabezas. La mecánica que no tardaron en
adoptar y luego repitieron una y otra vez era la de que, subido uno encima, el
otro lo empujaba hasta darle el máximo de velocidad, entonces se subía encima, justo
antes de estrellarse contra una torre. Terminaron por hacerlo polvo.
Al pasar el tiempo, su acción común, aunque
de idéntica naturaleza, fue diversificándose en el modo. Mientras que Marcos
manifestaba un actuar más artístico, de libre improvisación, al interactuar con
los objetos y el entorno, recreándose en el goce del puro juego con jovialidad,
mucho más creativo, David parecía seguir un método, someterlo todo a un frío
cálculo, distanciándose por un margen de la ebriedad desatada, para poder
pensar como se podía hacer más daño, cómo se podía romper más con menos. Así
uno escalaba las torres para tirarse en tobogán, deslizándose sobre sobre los
aludes que los libros generaban al correrse, o chutaba estos intentando marcar
goles en las ventanas, y el otro miraba ansioso a su alrededor y a falta de
algo mejor sacaba su navaja y apuñalaba los vientres de los volúmenes o arañaba
la mesa a lo largo en surcos seseantes, tomaba luego un separalibros de metal
de un estante, dejándolo colgar en la mano olvidado, hasta que veía los
cristales de la puerta que bajaba al sótano y se lo lanzaba en un acto reflejo
de puro nerviosismo, o destrozaba la maneta del la puerta a golpes de extintor
para que nadie pudiese entrar. Fue ahí cuando subió a saltos por las escaleras
hacia primer nivel consiguiendo que los ojos de Marcos siguiesen sus pasos con
inquietud. Arriba puso todas sus fuerzas en decantar una unidad de mueble de
las dispuestas a lo largo hasta hacer que perdiese el equilibrio y se
precipitase. Se apartó. La estantería golpeó la barandilla de madera, que cedió
sin apenas resistencia, e inmediatamente el suelo de tablas se tronchó como por
una súbita mordedura con un estruendo de nave partiéndose y todo cayó a la
planta baja con un estallido de astillas que salieron disparadas como agujas haciéndole
girarse. Por un momento, los dos creyeron que la biblioteca entera se venía
abajo y se asustaron.
—Vámonos. —dijo David con seriedad.
—Sí.
Antes de cerrar tras de sí la puerta de los
servicios, David echó una última ojeada al cuadro de caos en reposo.
— ¿Le prendemos fuego?
David le miró arqueando las cejas.
— ¿Tienes fuego?
—Sí.
—Trae.
—¿O
ya nos estamos pasando? —contrapuso él mismo, mientras daba vueltas entre los
dedos a un mechero de plástico amarillo.
David le tendió la mano y de inmediato le
fue puesto en la palma. Arrugó las hojas de un libro para mullirlo, lo dejó
junto a los demás medio abierto, en un hueco de la estantería y lo prendió. Cuando
Marcos le devolvió el mechero, David le aplicó la llama otra vez al fuego.
—¿No te fías?
—No es eso. Así soy tan responsable como
tú.
—Ah.
—Mira, vámonos. Lo dejamos así y que sea lo
que Dios quiera.
Bajaron por la tubería de desagüe del
lateral calentándoles la espalda los recortes de luz móviles que se colaban por
los intersticios de la fronda. David miró bajar al otro desde la mesa del
montón de desperdicios en la que se sentaba. Marcos se encaminaba a salir por
donde habían venido.
—No. Salgamos por detrás —dijo David
levantándose de la mesa.
Ambos salieron a un espacio de sotobosque de
un parque de pinos, con una claridad verde pálida, parecía haber sido lugar de
meriendas y acampadas, el suelo estaba alfombrado de abundante tamuja, también
cubriendo los combinados de mesas y bancos fijos.
—Mírate las manos —le dijo Marcos.
—¡Ah, están negras! —se sobresaltó con una
mezcla de asco y admiración.
—Ahora nos las lavamos en esa fuente.
En una zona extrema del claro, donde las exuberantes
frondas formaban una arcada indefinida, descansaba, resguardada como un pequeño
ídolo, una pila encharcada de agua de lluvia con la superficie cubierta de
hojas. Las retiraron, sumergieron las manos y comenzaron a frotárselas.